Todos y Partes, 2016

 

Dos abejas
A veces me da mucha alegría volver a casa. No pasa siempre, ni siquiera muy a menudo, pero hay días en los que voy saboreando todo lo de mi casa desde que tomo el bus que me deja cerca, desde que camino por la calle yendo hacia ella. Es como si el sofá desteñido y la alfombra roja, como si los libros desordenados y disparejos, como si la mesa larga y cubierta de hojas, lápices y tarros de tinta, se unieran para gritarme mudamente que me esperan y me quieren y que me apure pues me tienen un lugar entre ellos.

Luego subo y llego y veo todo inspirado y con agradecimiento, como un cantante que aprecia el aplauso y que, para recompensarlo, se esmera en sus interpretaciones.

La semana pasada volvía así a mi casa. Desde que me monté al bus sentía ya el llamado y, como conocía la sensación y el desenlace, me preparaba para agradecerle a todo lo que hay en mi casa su interés y aprecio.

El bus iba relativamente vacío, lo que no era tan extraño por tratarse de las once de la mañana, cuando la oleada de gente yendo al trabajo o a sus deberes matutinos apremiantes ya ha amainado. Así que conseguí asiento.

Sentado al lado de la ventana, con mi morral en las piernas, le hacía mentalmente venias al público en casa. Primero esperaba a que pararan el bullicio de la bienvenida, luego sonreía confiadamente y ahí tenía que esperar de nuevo porque, con ese gesto, los aplausos se renovaban. Cuando se tranquilizaban finalmente, daba las gracias y abría los brazos para darle a todo esto que me quería y me daba la bienvenida un abrazo generoso.

De este ensueño me sacó un zumbido. Normalmente de estas imaginaciones mías me sacan los raperos y vendedores de maní, que, con sus gritos y exigencias de civilidad, no me dejan percibir claramente ningún llamado diferente al suyo. No, no soy bien educado, les digo mentalmente. No, no me enseñaron a saludar en la casa ni en el colegio. No, el que llega no saluda, sino que llega callado y se busca algún lugar intentando no pisar a nadie.

Pero no era hora de mucha gente ni de mucho rap ni de maní. El zumbido era de una abeja, pegada a la ventana, desesperada por salir. El bus, en la medida que avanzaba hacia mi casa, se alejaba de la suya.

¡Qué angustia la de este bicho! Ningún llamado de alfombras, libros, papeles desordenados y tintas podía hacerle contrapeso. En su aletear frenético vi una angustia como la que tendría yo si este bus no fuera hacia mi casa sino hacia otro lugar desconocido, lejanísimo, de donde no sabría cómo regresar.

¿Hace cuánto tiempo estaba en este bus? ¿Dónde había quedado su panal, sus compañeras y su reina? Se golpeaba contra la ventana una y otra vez y yo le entendía su sufrimiento y desesperación, pero ¿qué hacer?

Luego me acordé de otra vez que vi una abeja en un bus. Este era intermunicipal y tenía gente parada en el pasillo y la abeja no estaba tan angustiada. Yo no iba a casa ni sentía ningún llamado y pude ver desapasionadamente su sobrevolar entre la gente que, sumergida en sus asuntos y celulares, no la notaba. Iba hacia delante, tranquilamente, mirando con sus mil ojos la gente, posándose en el compartimiento superior y volviendo a bajar. Nada le llamaba la atención hasta que pasó por una muchacha con el pelo muy negro y una bufanda de flores y ahí aterrizó la abeja.

Yo veía fascinado su búsqueda. Tal vez creía que las flores de la bufanda eran reales o que su perfume —me imagino que lo tenía, desde donde yo estaba el cuello lucía perfumado— indicaba la presencia oculta de un campo por polinizar.

La abeja aterrizó y comenzó a recorrer el cuello de la muchacha que nada percibía, estando como estaba inmersa en mensajearse con algún conocido. Los que estábamos parados sí lo notábamos y nos mirábamos, creía yo, maravillándonos de la desubicación de la abeja que buscaba polen donde no lo había, pero también crispados por la posibilidad de que, al no encontrarlo o de que la muchacha inconsciente hiciera algún movimiento brusco, la abeja se enfureciera y picara ese campo de flores que no lo era.

La abeja despegó del cuello y se enredó en su pelo. De pronto extrañaba ahí su casa y su reina, como la de mi otro bus. Entre los hilos negros y brillantes, el insecto zumbaba. La muchacha, ya sacada del universo de sus conversaciones virtuales, volvió al mundo del bus y entró en pánico. Un caballero galante, que no fui yo, se le acercó con una servilleta. “¡Qué bueno, va a salvar a la abeja!”, pensé “La atrapará suavemente , como se hace en las casas, y la echará por una ventana abierta”.

Y sí, pero no. Se le acercó a la muchacha angustiada, tomó la abeja zumbante y enredada, y, sin la menor suavidad, la espichó entre sus dedos cortos y regordetes. No eran para nada dedos de galán.

Volví a mi bus con la abeja. Esta no se había ilusionado con ninguna muchacha ni con nada más que volver a su casa. Yo no la iba a espichar, ni siquiera tenía servilleta. En la suciedad cotidiana, alguien había dejado un vaso plástico espichado y me levanté, lo cogí, se lo puse encima a la abeja y la saqué por la ventana. Íbamos tan rápido que ni siquiera la vi quedar atrás, fue un punto que se esfumó entre el esmog y la grisura del asfalto.

Ya podía retomar, tranquilamente, al llamado de las cosas de mi casa que me seguían queriendo y me guardaban un espacio privilegiado entre ellas. Pero algo fallaba en la transmisión porque no sentía nada, ni su cariño, ni sus aplausos. Solo el frío del bus y la imagen de este insecto dándose contra la ventana sin entender por qué no podía estar donde el mundo lo requería, por más que se esforzara y zumbara.

Manuel Kalmanovitz G.

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